lunedì 11 luglio 2011

Erwin de Greef, para Bukowski Mickey Mouse es un nazi.




 
yo no era un gran genio, pero estaba lejos de Atlanta,
no era todavía un cadáver, tenía unas manos bellas
y mucho camino que recorrer.

Ch. Bukowski, escritos de un viejo indecente.



en resumen



mis únicas alegrías eran comer,
tomar cerveza y acostarme con Sarah.
No era lo que se dice una gran vida,
pero hay que contentarse.

Ch. Bukowski, Quince Centimetros.


En prosa, su idea fue la de escribir de forma espontánea y abierta, a veces hasta ignorando el riesgo – muy a menudo, sin duda calculado – de desconcertar al lector más allá del límite. En Bukowski hay una enorme vena poética y – como consecuencia por la técnica que adopta – también narrativa.
La prosa sigue cronológicamente su actividad de poeta. A impulsarlo hacia aquella dirección contribuyeron, de distintas maneras y niveles: la necesidad de una comunicación rápida, inmediata, directa, siempre desencantada, irreverente, irónica y moralizadora, además de la cinceladura, la brevedad y la densidad, que son el sentido de la lírica.
Bukowski es sobre todo un poeta prestado a la narrativa. Una afirmación mía que, de manera consciente y coqueta, le haría sentirse enojado: “a nadie se le ocurra decir que soy un poeta”, habría advertido en Un caballo de 340 dólares y una puta de 100, poesía revisada en clave narrativa en Caballo florido.
“Poeta, no, gracias”, proclama él – jugando con las palabras como los poetas de raza. Estaba consciente que de todos modos era un escritor. Con el trazo distinguible de su fuerte vena auto-irónica, casi de auto-censura, sin embargo de forma transitiva, en Otra historia de caballos, uno de los tantos momentos narrativos en que discute sobre el tema consigo mismo, de puntillas, lo hace así:
“¿Escribir? ¿a qué diablos sirve? Sin embargo hay alguien que se cabrea o se preocupa por lo que escribo. me miro alrededor, hay, por supuesto una máquina de escribir, en la habitación. yo soy por lo tanto, de alguna manera, un escritor. y existe también otro mundo, otras maniobras, otros sistemas, otros grupos, otros valores”.
El otro mundo respecto al de bukowski, ilusorio, todo luces y neón, es el sueño americano en que, observa en los trabajadores: “alguna vez uno muere/ o se vuelve loco/ y entonces desde fuera/ llega otro nuevo/ para disfrutar de su/ gran oportunidad”.
En el mundo harapiento, pervertido, líquido, drogadicto y auténtico de Bukowski – el poeta, el escritor, el narrador, el hombre – a propósito de locura y de manicomios, en que, en resumen, él se quedó encerrado por un breve período, en la narración de Un mal viaje comenta: “y los recientes cortes ordenados por nuestro gobernador al balance de los manicomios, en California, me hacen comprender que: la sociedad no piensa que sea su deber cuidar a los que ella misma ha vuelto locos, especialmente en periodos de miserias, inflación y altos impuestos”.
Bukowski está más interesado en argumentar sus temáticas fuertes y socialmente relevantes que cualquier otra cosa. Está con los perdedores, con los indigentes, con las personas que se han quedado fuera del sistema, aquellas como él. En Animali in libertà(Animales en libertad) describe este sentimiento: “Deseaba sólo un sitio en donde acostarme y esperar. No sentía ningún rencor hacia la sociedad, dado que no formaba parte de ella. A esto me había adaptado desde hace tiempo”.
A Carol, la fascinante protagonista de Animales en libertad, le hace decir: “Ves… no sé cómo expresarme. Es algo con el que sueño a menudo. El mundo está cansado. Su final está cerca. La gente ha perdido el gusto por la vida… se han vuelto de piedra. Nada más cuenta ya. Están hartos de sí mismos. Ruegan la muerte y su deseo será concedido”.
El verdadero, único, objeto de observación de Bukowski es la sociedad que vive al margen. Los sistemas de poder pre-confeccionados, desechables, no le intrigan. Al contrario, le aburren, le ponen nervioso. No le intrigan tampoco los poetas o la poesía. “hay: UNA COSA que no funciona – esclarece en cuatro charlas en paz – con los intelectuales y los escritores: les interesan sólo sus alegrías y su dolor. Lo que es normal, sin embargo asqueroso”.
En Ojos como el cielo, entre las historias más interesantes para comprender la poética de Bukowski, puntualiza: “la poesía constituye todavía la “cosa esnob” más grande del sector artístico: pequeños grupos de poetas luchan entre sí por el poder”.
El autor vuelve al tema en Un hombre célebre: “pero no se trata de competición. El gran arte nunca es competición, en absoluto. El gran arte es todo lo que os parezca oportuno, yo que sé, el gobierno o los niños o los pintores o los maricones, cualquier cosa”.
Poco más allá, aún en Ojos como el cielo, reflexiona sobre el valor de la poesía. Reflexión, al parecer, muy útil también a nuestro sistema: “en esencia, la poesía generalmente aceptada hoy, tiene una especie de revestimiento de cristal, liso y resbaladizo: el interior de la envoltura consiste en una justa-posición de palabras, una tras otra, una suma metálica e inhumana de palabras, semi-secreta. Se trata de una poesía para millonarios y gente gorda y ociosa, por tanto tiene sus partidarios y sobrevive porque (y aquí está el secreto) quien está dentro está dentro y quien está fuera está fuera y que se vaya a freír espárragos”.
Es destino que también el amigo y periodista John Bryan lo invitase a escribir sin censura en el periódico underground “Open City” en una ciudad, Los Ángeles, en uno de los muchos centros metropolitanos, dentro de las fronteras físicas y culturales de una nación, los Estados Unidos, en fase de normalización tras la grande embriaguez del movimiento hippy.
Él mismo, en la premisa de Escritos de un viejo indecente, ironiza: “Es todo extraño, muy extraño. Imaginad sólo que si no hubiesen borrado la pequeña polla y las pelotillas del niño Jesús, no leeríais estas páginas. Así que, ¡alegría!”.
Igual que una cámara fotográfica, Bukowski inmortaliza en vívidos daguerrotipos de celulosa barata, lo que nota caminando por las calles bañadas por el sol vespertino y por el  agua de la lluvia, a menudo sucias, siempre pobres, por detrás de las cortinillas corridas de una cocina cualquiera o de las ventanas opacas del bar de la esquina.
Son las calles de Mr. América, incluyendo las de Londres y kerouac, narradas en crucifijo en una mano muerta: “en la arena y entre los callejones,/ esta tierra traspasada, recorrida, divida,/ estrecha come un crucifijo en una mano muerta,/ ésta tierra comprada, revendida, nuevamente comprada/ y otra vez revendida, las guerras acabadas desde hace tiempo,/ los españoles de regreso a la lejana España/ siempre en el cubilete, y ahora/ agentes inmobiliarios, lotificadores, dueños de tierras, constructores/ de carreteras que discuten”.
El escenario en el que interpretar a sí mismo, principalmente con su verdadero nombre o con el seudónimo di Henry Chinaski, y, con él, los malhechores, las putas, los borrachos, los desheredados, los parias, los subnormales, los locos, la multitud de gente – la suya – de la América clandestina es sobre todo L.A.
En esta ciudad, una noche, durante una fiesta, en el cuento El gran juego de la yerba, Bukowski da con un par de seguidores de la streppa: “todos esos me hacen pensar, de alguna manera, en aquellas viejecitas que, en la esquina de la calle, venden “La Torre de Vigía.” esos adeptos de la streppa, LSD, marihuana, heroína, hachís etc, etc, tienen la misma mentalidad de los Testigos de Jehová: o estás con nosotros, amigo, o estás fuera, hombre, estás muerto. Esta es la creencia de todos los usuarios de droga. Apuesto a que son detenidos continuamente. No son buenos para drogarse en silencio, no, tienen que darlo a conocer a todos que ellos forman parte de la pandilla. Además, tienden a relacionar la streppa con el Arte, con el Sexo, con el ambiente de vanguardia y del disenso. Su Ácido Dios, Timothy Leary, les dice: ‘Dejad todo y seguidme.’ luego alquila un teatro e les hace pagar 5 dólares a persona por su concierto. Después llega Ginsberg y se pone de la parte de Leary. Así que Ginsberg proclama que Bob Dylan es un gran poeta. Saben hacerse publicidad, estos lobos de la streppa. Siempre a flote en las crónicas. Oh, América”.
En Notas sobre la peste, en un día cualquiera, esperando el formarse de la sociedad utopista, mientras iba en coche con su hija Tina – ella cuatro años, él un poco más viejo – toma apuntes para un escrito profanador digno de Open Pussy (?), un cuento (?), o mejor dicho, como a menudo suele hacer, una poesía en prosa:
“por el momento tenemos que hacer frente a todo tipo de pirados y de jodidos, vastas zonas de deprimida humanidad, hordas de miserables, los negros y los blancos y los pelirrojos, las Bombas dormidas, los love-ins, los hippies, los no-tanto-hippies, Johnson, cucarachas en Albuquerque, mala cerveza, el desagüe, editoriales de mierda, esto y aquél, y la Peste”.
Para él no hay diferencia, en una salida nihilista. Puntualiza en La política es como buscar de encularse un gato: “la diferencia entre Democracia y Dictadura es que en la Democracia primero se vota y después se reciben órdenes; en una Dictadura no sirve desperdiciar el tiempo yendo a votar”.
Bukowski cuenta, en prosa y en poesía, como poeta y como narrador, la demolición de una sociedad hecha de cartón, como su habitación de un dólar y 50 céntimos a la semana, en su prospectiva, el punto de vista es siempre de dentro hacia fuera, el de EL EREMITA:
“De ocio en la floresta de mi habitación/ con árboles de tungsteno; el silbido de la cafetera,/ las telarañas de escarcha de oro sobre las ventanas/ la mirada fija en el infierno que hay afuera”.
No, la gente, aquélla no le interesa para nada, no le gusta. Lo escribe cada vez que recuerda que podría estar solo, ni siquiera un coño por dos duros para sentirse escurrir dentro la vida: “no es malvada la gente/ la gente en los museos de la cera congelada en su mejor/ esterilidad, horrible pero no malvada”, nota en Algo para los revendedores, las monjas, los dependientes de supermercados y para ti… luego, retomado y ambientado en un patio cualquiera de matadero en Kid stardust en el matadero.
Y cuando está sentado en el tren de camino al hipódromo para abandonarse al escalofrío del vuelo final, él lo sabe, registra en vivir, que: “nadie tenía otra cosa que hacer que mirar/ mi cara/ y yo estoy tan cansado/ que lo saben cuando me miran a la cara/ que les/ odio/ y entonces ellos me odian/ y quisieran/ matarme/ pero no lo hacen”.
Este pensamiento de ser asesinado, casi como una obsesión, vuelve con extremada lucidez en Mi locura, un cuento confesión muy intenso: “Estaba confundido, pero no infeliz. No era malo. Sólo que no lograba obtener nada de lo que estaba en mi alrededor. Mi violencia se contraponía a la evidencia de la trampa, yo gritaba y ellos no comprendían. Y aun en las peleas más furibundas, miraba a mi adversario y pensaba: ¿por qué está enfadado? Quiere matarme. Entonces tenía que dar puñetazos para liberarme de la bestia que tenía dentro. La gente no tiene sentido de humor, se toman todos tan malditamente en serio”.
Si el mundo de fuera es aquel, allá, Bukowski prefiere estar encerrado en su rinconcito (pobre y de suburbio) a tomar sus cervezas o lo que sea, a echarse un sano polvo, o por lo menos lo intenta, y a quedarse en la cama, deshecha, con las sábanas sucias de sexo, en la mayoría de los casos. Otras veces, Bukowski sueña y no siempre – lo nota en El hombre que era – su despertar era agradable:
“me he acostado y he soñado/ cuando era niño/ y jugaba con mi pistola/ y ganaba todos a canicas,/ y cuando me he despertado/ mis armas habían desaparecido/ y yo tenía los pies y las manos atados/ como si alguien/ tuviese miedo de mí/ y me estaban poniendo/ una soga alrededor del cuello/ como si hubiesen/ decidido ahorcarme,/ y alguien me estaba pegando/ en la camisa/ un gran cartel:/ hay una ley para ti/ y una ley para mí/ y una ley que vale/ aun cuando no existe”.
En aquélla misma cama, a veces tiene más suerte. En el silencio rarificado hay una mujer que duerme: “de noche me siento en la cama y te oigo/ roncar/ te he encontrado en una gasolinera/ y ahora miro con sorpresa tu espalda/ blanca hasta la nausea y manchada/ de pecas infantiles/ mientras la luz derrama el insoluble/ dolor del mundo/ sobre tu sueño”.
“Era un viejo harapiento y rabioso/ con los hombros apoyados en la muerte”, lo dice claramente él en Poesías para los jefes del personal. No tenía muchas ganas de trabajar, aunque su obra es perennemente recorrida por inútiles intentos de quedarse dentro del margen del sistema. Le gustaba estar en los bares bebiendo y conociendo a la gente, más que nada a las mujeres que luego poblarían su escritura. El resto del tiempo, más allá del trabajo, lo pasaba en casa a escuchar en la radio Mahler, Hayden, Beethoven, las arias de Carmen, siempre mucha música clásica.
A partir de un cierto momento, dejó incluso de leer, como explica en La manta: “Soy un débil, es evidente. He intentado agarrarme a la biblia, a la filosofía, a los poetas, pero, en mi opinión, todos tampoco tienen nada que ver. Hablan completamente de otra cosa. Por lo tanto he dejado desde hace tiempo de leer. He encontrado un poco de ayuda en el alcohol, en el juego de azar y en el sexo, y en esto me he comportado como tantos otros en el consorcio civil: la única diferencia es que a mí no me importaba ‘llegar’, tener éxito, construir una familia, una casa, tener un trabajo respetable ni nada de eso”.
Entre sus principales intereses, lo sabemos todos, estaban también los caballos, a los que debería amar de verdad, tanto que en un fragmento de Mujeres, en una especie de epitafio, escribe: “Enterradme cerca del hipódromo para que yo pueda sentir el escalofrío del vuelo final”.
En Caballo florido, sobre las escalonadas del hipódromo, en un momento de intimidad, Bukowski calcula consigo mismo: “5,60 multiplicado por 5, una ganancia de 18 dólares, con la primera carrera. no quisiera encontrarme en el hipódromo. no quisiera encontrarme en ninguna parte. tantas veces uno tiene que luchar tan duramente por la vida que no tiene tiempo para vivirla. después del café, me senté en un escalón para no desmayarme. enfermo, hecho un trapo”.
A hacerle compañía además de la angustia, del dolor, de las enfermedades, de la perenne llamada de la muerte, estaban sus mujeres. Eran tantas y de todas las categorías. A algunas les ha querido de verdad, a otras les ha solamente maltratado, les ha usado a casi todas. En resumen, para encerrar esta breve reflexión acerca de la obra de Buk, hay un poema, en el que amor y muerte se encuentran simbólicamente, titulado amor. Comienza con estos versos:

gas, dijo el, ámame
bésame
besa mis labios
besa mi pelo
mis dedos
mis ojos, mi cerebro
hazme olvidar.

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